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Yrigoyen, Perón y Alfonsín |
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Cuando la parca golpea a la puerta de un líder popular y entrega la notificación embargando la vida, el bronce se prepara para recibir al elegido. En el mundo terrenal quedan los errores cometidos, las críticas, los dichos y los hechos. Las traiciones, la hipocresía, los amigos y los enemigos. La muerte tiene ese extraño misterio que lleva a “honrar la vida”.
Raúl Alfonsín recibió el mensaje de la parca y de pronto, por unas horas, parecieron diluirse en el aire las internas de su partido, los agravios de sus adversarios, el egoísmo, los intereses personales. Pareció, aclaración necesaria, ya que no desapareció.
De pronto, el caudillo de Chascomús que estuvo “solo” en los momentos más cruciales del país, se convirtió en grandes palabras de propios y extraños. De amigos y enemigos. Y fue definido en letras negras y grandes (por algunos de sus críticos) como el “padre de la democracia”.
El extraño misterio que sigue a la mujer de negro con la guadaña al hombro.
De pronto, después de la visita sorpresiva (o no tanto) el ex presidente tocó las fibras más íntimas de un pueblo que hoy también está solo y espera.
¿Por qué tanta gente salió a despedirlo?, fue la pregunta que se hicieron por lo bajo determinados dirigentes políticos que para convocar necesitan repartir dinero.
Tal vez, porque Alfonsín perteneció a esa especie política en extinción. A esa clase de hombres que, con aciertos y errores, apostaron a las ideas, al respeto por las instituciones, al diálogo y a la mística militante.
Esa mística que hoy no se encuentra en cualquier esquina.
El hombre que recibió el bastón presidencial para recuperar la democracia, en 1983, ya pertenece a otro tiempo. A un tiempo de cuadros comprometidos con el subsuelo de la Patria.
A un tiempo en que se perseguía el bronce y no el oro. No existían las consultoras, ni el marketing, ni las fotos retocadas, ni las encuestas, ni los mitines mediáticos. Los mitines se hacían en la calle, a puro sudor y cánticos.
Los líderes no surgían de un muestreo, salían de la raíz del pueblo, eran madera de su tronco, savia de su savia.
Un tiempo en que los códigos eran monedas de una sola cara, la política no era una herramienta para enriquecerse y las convicciones eran estandartes y no una excusa para llegar a un cargo.
Alfonsín fue parte de un tiempo de esperanzas, como Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón (sin entrar en comparaciones que nunca son buenas).
La gente creía en los políticos, esperaba con ansias la democracia, sentía la felicidad de respirar la libertad después de años de terror. La Constitución era un manual indispensable y los principios republicanos, una obligación.
Alfonsín fue parte de esa especie política en extinción que privilegiaba las ideas, la sabiduría, la visión de los estadistas. La gente creía que con la democracia se comía, se educaba, se curaba. Y, tal vez miles salieron a la calle a llorar la esperanza perdida. Tal vez, sin saberlo, a exigir que la especie no se extinga. Que la clase política retorne a sus fuentes y vuelva a ser raíz del pueblo.
Madera de su tronco, savia de su savia.
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