Escribe Rubén Rüedi
La fusiladora
Fue en el tiempo de la primavera. Cuando los niños sonreían cada vez que se les caía un diente. El ratoncito nocturno era un héroe infalible.
Tiempo en que los viejos no tenían frío porque el Estado tejía mantas en su nombre, la estufa a kerosén estaba subsidiada y Ramón Carrillo manejaba el tren sanitario, que llegaba hasta el último rincón de la Patria.
En ese tren iba la pública salud repartida entre los pobres, con curitas, radiografías, cataplasmas, análisis y una caricia para cada lastimadura.
Era un tiempo de navidades con sidra, pan dulce y un Niñito Dios popular incluido en la caja de la justicia social.
La Ciudad de los Niños, la Industria Pesada, la Caja de Ahorro, las Colonias de Vacaciones, la Patria Soberana, el reparto de la torta, la Universidad Obrera, la Tercera Posición, los trenes interminables, las máquinas de coser, las bicicletas, el cine nacional, las bibliotecas, Discépolo, la Marcha, el Graciela, el Pulki, los indios documentados, las sirvientas alcahuetas, John William Cooke y Jauretche.
Todo eso fue insoportable.
Entonces, la Santa y el General de los desheredados de la vida se convirtieron para la oligarquía en la Pu... y el Déspota.
Y en pleno junio de primavera, un almirante cadavérico que veneraba a Braden y a todas las vírgenes aparecidas descargó un vendaval de paquetas bombas sobre Plaza de Mayo. Los muertos fueron casi 400. Los heridos, más de mil.
La mano de obra ensangrentada se llamó Benjamín Gargiulo.
Algún sentimiento le quedaba a esa bestia.
En la noche del crimen masivo lo llamó el Diablo, puso una pistola en sus manos y le dijo: “Venite conmigo que valés la pena”.
Las sienes del cobarde se desgranaron; mientras la Patria se desgarraba ante tanta ignominia.
Esa misma noche ardieron las iglesias de Buenos Aires.
El Cristo de los pobres estaba ofuscado y no quería saber nada con templos usurpados en su nombre.
Llegó septiembre con su invierno y la Revolución Fusiladora mató a la primavera.
Fue desde entonces que las estaciones se alteraron. Durante mucho tiempo no hubo verano.
Crespones negros brotaron en la tierra de los ceibales.
Dicen que la última esperanza se apaga cuando se cierran los ojos.
Treinta mil crespones quedaron con los ojos abiertos.
Están mirando al pequeño que sonríe porque el ratoncito ha vuelto con sus caricias. Mira a la madre que trabaja mientras canta, a los viejos abrigados y a las navidades donde el Niñito Dios aparece sentado en la caja de la justicia social desanudando el moño de la dignidad.
Es que aquella mañana de junio del 55 cuando fusilaron a la primavera, la memoria popular se hizo resistencia.
Y hoy es presente el futuro de aquellos sueños, por entonces muertos.