Innsbruck, en Austria, es oficialmente la capital del emblemático estado de Tirol, y extraoficialmente la capital de los Alpes. Una pareja de títulos que solitos hablan del atractivo de esta ciudad de 140 mil habitantes. Después, los que hablan son la historia, la arquitectura medieval, los aires de elegancia y los espectaculares paisajes montañosos que pululan en el rededor. Panorama que se vuelve irresistible tanto durante los gélidos inviernos (con nieve y centros de esquí en abundancia), como en verano (de días agradables y caminatas urbanas y campestres). Todo, decorado por el mentado sentido del orden de los austríacos quiénes, a veces, hasta hacen parecer descontracturados a los alemanes.
Caminar por el centro es remitirse a un viaje que va desde el renacimiento hasta finales del Siglo XIX, y que se extiende hasta nuestros días en el inmenso y futurista trampolín de salto de esquí Bergisel: una obra icónica que subraya el fanatismo de los paisanos por los deportes de nieve (no en vano el municipio albergó dos Juegos Olímpicos de Invierno, en 1964 y 1976).
Pero como ya se dijo, lo elemental radica en las construcciones históricas, que se desparraman en el núcleo central sin perturbar la calma autóctona, que en rigor es imperturbable (cuesta creer que aquí hay casi el doble de habitantes que en Villa María).
En cuanto al inventario, destacan el edificio del Tejadillo de Oro (máximo ícono local, fue construido a fines del Siglo XV por el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Maximiliano I), el Palacio Imperial (de la misma época, tiene todas las características de una estructura medieval), el Castillo de Ambras, la iglesia de San Jacobo y las fachadas barrocas y hermosas de las casas ubicadas sobre María Theresien Strasse (en alemán Calle de María Teresa), peatonal y columna vertebral de la ciudad.
Hacia las aldeas
Ya inspirados los aromas a Europa del precioso casco antiguo, toca sortear los límites de Innsbruck, tan a mano. Apenas se distrae el viajero y ya está caminando en calles que trepan las laderas, que lo acercan a picos montañosos marca alpina, a casonas rurales con jardines de pradera y vacas que parecieran salidas de una publicidad de chocolates.
Así es que empiezan a surgir los pueblos, esos que conservan el espíritu del Tirol igual (o casi) que antaño, señoras y señores con cachetes colorados y ojos cristalinos, silenciosos, laboriosos, campesinos en el andar, contundentes a la hora de matar un vaso de absenta y sus 70 grados de graduación alcohólica. Si se marean, ni se les nota. Cuero rígido y nada de falsa pose les envuelven las tripas. Unos gauchos de los Alpes, como quien dice. Con calefacción si, con Internet también. Pero duros y aguantadores igual que sus antepasados.
Aldeas como Zirl, Rum o Völs muestran el ADN austríaco, y unas postales de cerros de picos nevados y quebradas que simulan alfombras de césped sintético, perfectas, más con las florcitas amarillas y blancas que las decoran. Una panorámica que invita a llenarse de Naturaleza y descubrir la innumerable cantidad de circuitos de trekking para distintos niveles (los más avanzados suben a montañas que promedian los 2.500 metros) siempre que el clima lo permita.
Claro, porque en invierno la nieve es cosa seria. Entonces propios y extraños aprovechan para acudir a los muchos ski resorts que se reparten en esta zona. Es el corazón del Tirol, y sus escenarios de ensueño.
