Por
El Peregrino Impertinente
Si a uno lo dicen Rusia, lo primero que se le viene a la cabeza es la plaza Roja de Moscú. O la Revolución Bolchevique incendiando octubre. O Stalin y sus poblados bigotes mandando a todo dios a la hoguera. O María Sharápova practicando un saque, o un revés a dos manos, o un córner, o lo que ella y su santísima existencia quieran.
Pero mejor volvamos al principio y nos quedemos a contemplar la plaza Roja. En este caso para rescatar no su figura coronada por la bellísima Catedral de San Basilio (que fuera claramente copiada del Tetris), sino un suceso desconocido para muchos: el aterrizaje del alemán Matias Rust y su avioneta en plena explanada y en plena Guerra Fría.
El curioso hecho se dio el 28 de mayo de 1978, cuando el joven e inexperto piloto hizo descender el monoplaza que conducía en el corazón del universo comunista. Fue un acto de desfachatez que sorprendió al mundo entero y que dejó a las fuerzas de seguridad de la Unión Soviética peor paradas que Carignano después de reunirse con los encuestadores.
No resulta para nada curioso que hoy la principal plaza de la capital rusa ni siquiera cobije una miserable plaqueta para recordar la hazaña del intrépido Rust. Todo lo contrario: basta con nombrar al infame teutón o al Cessna 172 que estacionó frente al Kremlin y al Mausoleo de Lenin para que los locales más melancólicos te griten tres cosas: una, que a los secuaces del imperialismo antes eliminarlos que homenajearlos. Dos, que de semejante nimiedad no se acuerda ni Wikipedia. Y tres, que ya puede irse uno a la recalcada… a Siberia.