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30 de Junio de 2015
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Los lectores también escriben
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La eutanasia no es un derecho humano
Desde una verdadera cultura de la muerte, asistimos a la presentación de la eutanasia de manera edulcorada y desde ella, se pretende consagrar el suicidio asistido, como un derecho a reclamar. Este tema está en el eje de las esenciales cuestiones a abordar por la Humanidad. Incluso, ante el dolor que implica ver personas que están sufriendo mucho o podrán sufrir, en un futuro próximo, ante una enfermedad que se les ha diagnosticado y que buscan que se les facilite la muerte. 
 
No al ensañamiento terapéutico
En primer lugar, cabe significar, que el hecho de no aceptarse la eutanasia, no implica que se tenga que aceptar la prolongación innecesaria del sufrimiento de una persona con una enfermedad terminal, por medios extraordinarios, desproporcionados y mortificantes, que sólo retrasan el fallecimiento inevitable y que no curan. Todos tenemos derecho a una muerte digna y oponerse el llamado ensañamiento terapéutico, no equivale al suicidio. Ello implica el derecho de cada uno a solicitar que se le permita asumir con dignidad y sentido humano el final de la vida, sin depender de aparatología y tratamientos que aíslan de los momentos más cálidos y profundos que se puede tener, en la gran despedida entre los hombres. En estas situaciones, nadie decide la muerte, pero tampoco artificialmente se puede condenar a una persona a aceptar la prolongación precaria y penosa de la existencia. Estos aspectos están contemplados por la Ley 26.529 de Salud Pública.
 
Evitar la inversión de la carga moral
Lo referido es muy distinto a la consagración legal de la eutanasia ya que, como principio, el suicidio asistido opera como una presión moral institucionalizada sobre todos las personas que, de alguna manera, puedan sentirse como un peso para la familia o la sociedad. Entonces se invierte la carga moral. Ya no serán los discapacitados, enfermos o ancianos los que tendrán derecho a la solidaridad de la Humanidad, sino que se los hará sentir responsables porque no asumen la necesidad de alivianar costos y molestias a la sociedad y a su familia. La muerte asistida se la mostrará endulzada y como un acto de comprensión de parte de ellos, a lo deficitario y complicado que resulta mantenerlos. El matar a los débiles será la consecuencia propia de una cultura de la muerte, que busca instalarse. En ella se apunta también, a medir a las personas, sólo en base a su eficiencia en lo económico. Más, la conciencia se calmará, en el disfraz de hacer aparecer que, de esa manera, se mitiga el sufrimiento.
Baste pensar que, en la lógica económica antes referida, se abren también tortuosos caminos de resultados impredecibles en su monstruo-sidad. Al desactivar los límites morales ante la vida, evidentemente, será una opción mucho más rentable, por ejemplo, para empresas aseguradoras, de medicina prepaga o de jubilaciones, entre otras, el inducir a la muerte, antes que abonar tratamientos o pagar jubilaciones, por tiempos prolongados. Aún más, incluso, estas empresas podrían recompensar dinerariamente a los parientes, que acompañen la decisión eutanásica.
La historia demuestra, además, que detrás de muchas argumentaciones en favor del derecho a la muerte, también se escondieron proyectos aberrantes. Baste mencionar que, por orden de Adolfo Hitler, entre 1940 y 1941, en el programa llamado de "eutanasia" o “asesinato misericordioso”, fueron ejecutados en cámaras de gas, a más de doscientos mil pacientes mentales, epilépticos, débiles mentales, personas deformes y enfermos incurables de Alemania y Austria.
 
Derecho a la vida
Los hombres tenemos el deber indeclinable de asumir la defensa del derecho humano a la vida. No existe un derecho a la muerte. Por eso nues-tras constituciones, tanto nacional como provinciales, lo que garantizan es la vida, a cada hombre y mujer, hasta su muerte. La muerte, en definitiva no es un accidente imprevisto o impensado de la vida, sino un contenido de su esencia.
Nacer y morir implica el principio y fin del  argumento necesario y personalizado del mandato biológico de cada uno de nosotros; seres únicos e irrepetibles. Siempre se nace y se muere físicamente. Pero, en esos extremos esenciales e inmutables, la riqueza de la existencia consiste, en la posibilidad de dar contenido propio al gran acto de vivir, aunque conozcamos el final.
La vida misma es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condi-ción necesaria de toda actividad del hombre y de toda convivencia social.
Por eso, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocido como Pacto de San José de Costa Rica, determina, que “toda persona tiene derecho a que se respete su vida”. En el mismo sentido lo establecen la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Todos estos Pactos Internacionales, son de jerarquía constitucional en Argentina, (artículo 75, inciso 22 Constitución Nacional).
A su vez, de este derecho a la vida surge el derecho a la salud. Es innegable, en principio, que de la salud que se tenga dependerá, en cierta medida, la calidad de vida que se puede gozar, pero una salud delicada, no es una excusa para que el Estado o la sociedad no aseguren lo que se debe garantizar y por el contrario, pretendan tomar el camino más fácil de solucionar el problema, sólo buscando facilitar la muerte.
Lo desarrollado es fundamental para entender las razones básicas por las qué nuestro derecho no acepta la eutanasia.
El producir la muerte, aunque sea por piedad, vulnera el derecho a la vida. Termina siendo un escapismo que le niega a la propia existencia la atribución de determinar el momento final y permite que lo más personal de la vida, como el nacer y el morir, pueda quedar librado a determinaciones inducidas o realizadas por otros. El respeto a la vida está en la esencia de todo esfuerzo humano.
 
Medicina del dolor
Por supuesto que debe haber, en algunas situaciones, más de un razonamiento, desde lo humano afectivo, que pretenda encontrar motivos justificantes para ayudar a morir; pero ninguno de ellos garantiza que inducir a la muerte a una persona sea lo mejor para el que padece. El gran esfuerzo de la comunidad debe estar orientado a mitigar el sufrimiento y acompañar. Debe desarrollarse la medicina paliativa del dolor y una sociedad con un compromiso afectivo y efectivo para con el enfermo sufriente y su familia, dejando que la vida haga lo suyo.
En definitiva, nacer y morir es el mismo milagro, porque en los extremos está la esencia de lo más personal, significativo y trascendente de cada uno y debemos respetarlo y hacer que se respete, bajo pena de atacar el fundamento esencial del derecho humano a la vida.
Miguel Julio Rodríguez Villafañe
Abogado constitucionalista

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