Escribe: Gustavo Ferradans
Pasaron seis años de su partida, pero su figura sigue omnipresente. Manuel Alcides Rivera dejó vacío el rincón del ring la madrugada del 8 de julio de 2009, producto de una diabetes que lo tuvo groggy durante mucho tiempo.
Con los guantes puestos hasta el final, le peleó cuerpo a cuerpo a su enfermedad, pero su corazón tiró la toall justo cuando el reloj marcaba las 2 de la madrugada de aquella jornada de invierno.
Hacía tiempo que lo había atrapado una ceguera, pero él seguía bloqueando o esquivando, casi entre sombras, cada cruce con la muerte y siempre lograba zafar. Se resistía a ser vencido.
Unos días antes de aquel 8 de julio se había descompensado, producto de su avanzada diabetes, y fue internado para recibir mejores cuidados. Hasta el último momento mantuvo su retórica con algo de metáfora y una pisca de ironía: “Me parece que a este round no lo termino”, le dijo a su hijo Ricardo, como presagiando su final, horas antes de morir.
Su partida dejó un espacio imposible de llenar. El Maestro dejó su sello en el boxeo de Villa María y hasta superó los límites geográficos de la provincia y el país; sus pupilos se distinguieron por el inconfundible manejo de la zurda, el caminar elegante y la destreza defensiva. Instaló aquella impronta en la mayoría de sus aprendices.
Alcides, que había nacido el 3 de junio de 1938 en Morrison, y tenía 71 años al momento de su partida, fue forjador de grandes boxeadores y un apasionado del deporte que lo transformó en ícono. “Rivera es sinónimo de boxeo en Villa María”, dijo en alguna ocasión Osvaldo Príncipi, uno de los periodistas más reconocidos de nuestro país.
La lista de pupilos del “Maestro” es enorme, pero sobresalieron, entre otros, Gustavo Ballas, Santos Laciar, Hugo Quartapelle, Sergio Merani, Jorge Daniel Bracamonte y Raúl Omar Sena. Con ellos viajó por el país y distintos puntos del planeta.
Muchas de las jornadas de glorias más importantes del boxeo villamariense lo tuvieron sentado en el rincón, con su vestimenta blanca. También paseó su figura por diferentes pueblos del país, acompañando a decenas de pibes que soñaban conquistar el mundo.
Su figura serena, crítica y reflexiva, casi siempre de buen humor, brindaba el mejor consejo a cada pibe que “pintaba” y que, en algunas ocasiones, se “despistaba” en alguna carretera nocturna con “amigos del campeón”.
“Pibe, la fama es como un perfume... podés olerlo, pero no te lo tomés”, solía aconsejar, y muchas veces se quedaba masticando su bronca, con la complicidad de su gimnasio vacío, cuando alguno de esos pibes se “tomaba el perfume”.
Sus metáforas y anécdotas dejaron un sinnúmero de recuerdos que los amantes del deporte de los puños rememoran hasta hoy, siempre con una sonrisa.
El hombre se marchó; el rincón quedó vacío. Un vacío imposible de llenar.