Escribe: Pepo Garay

Especial para EL DIARIO

 

Todo sabe a añejo en San Pedro Norte. Las calles de tierra, la imponente iglesia, las casonas de patios amplios y zaguanes, los aldeanos que vuelven del campo en el atardecer, sucios, cansados y auténticos. Ahí radica el gran valor de este poblado perdido en los extremos de Córdoba, muy cerca de Santiago del Estero (320 kilómetros desde Villa María). Es la historia, jugando un rol elemental en la pintura, siendo que por aquí pasaba el célebre Camino Real. Da fe la posta que reposa en las afueras, una de las más frecuentadas por antiguos comerciantes, militares y aventureros.  El resto lo hace el ambiente serrano (la cadena de Ambargasta es vecina), el monte, los misterios. 

De los primeros asentamientos españoles en suelo provincial (1602), la comarca nació por obra y gracia de Pedro Luis de Cabrera, hijo de Jerónimo Luis, el fundador de la ciudad de Córdoba. Fue Pedro quien delineó los terrenos donde aproximadamente un siglo y medio más tarde se levantaría la Posta de San Pedro Viejo (1760), un combinado de posada (entre sus huéspedes ilustres destaca un tal Manuel Belgrano), capilla y tajamar, referencia obligada para los que transitaban la vía que conectaba el puerto de Buenos Aires con el Alto Perú. También famoso centro ganadero, se dice que durante sus épocas de esplendor  llegó a albergar casi 10 mil mulas. 

Hoy, la quinta dormita cinco kilómetros al sur del municipio, sobre el Camino Real. Aún conserva el casco principal (hasta hace poco tiempo hotel sólo para bolsillos pudientes, actualmente cerrado), el tajamar con su pequeño lago, y la capilla. Especial mención merece ésta, uno de los primeros templos levantados en Córdoba (mediados del Siglo XVII). La estancia es de propiedad privada, aunque al viajero cordial suelen abrirle la tranquera.

 

Una iglesia imponente

Ya en el pueblo, la iglesia hace de emblema. Tan imponente es su estructura, que se empieza divisar desde las lejanías, gracias a dos inmensos campanarios que la coronan. De verdad que llama la atención la fachada de estilo clasicista, gigante y majestuosa, de tonos rosados y grises. Una mole que, en rigor, no combina con las casas bajas y campitos del rededor. 

Frente a la obra aparece la plaza, también de aires coloniales, lástima el vacío de niños. Hasta que el timbre de la escuela le pone un poco de juventud al cuadro, y ahí hay un grupo comiendo pastelitos, otro pateando la pelota, un tercero tocando las puertas del almacén y su rostro de pulpería. Todos, dale que te dale al celular, claro. Ahí es cuando el forastero se acuerda del Siglo XXI.  

En los alrededores de la explanada, los carteles recuerdan que el Camino Real anda cerca, la certeza del enorme valor histórico de la aldea. Nada de eso tiene que ver con los piletones del coqueto Balneario Municipal, el antídoto popular contra los sofocantes calores veraniegos. 

Ya en la salida hacia el oriente, donde la carretera de ripio retoma los colores verdes, los faldeos, el mugir de las vacas, la figura del campesino y hasta lo extravagante de la palmera caranday; la última sorpresa la depara el cementerio. Allí, destacan algunas tumbas verticales. “Las más grandes son de tres hermanos árabes. Eran muy ricos esos muchachos”, cuenta un viejo en alpargatas y casi sin dientes, mientras levanta el dedo esperando que algún paisano compasivo lo acerque a Caminiaga.