La octava maravilla del mundo” le llaman los locales a Milford Sound. Lo hacen desde mucho antes de que a un excéntrico millonario se le ocurriera hacer los listados Siglo XXI, de las naturales y las hechas por la mano del hombre. Haber quedado fuera del ranking les importa poco a los neozelandeses, orgullosos habitantes de esas dos islas perdidas en el Pacífico Sur, quienes al contemplar los inmensos morros surgiendo desde el agua como espejismos, suspiran. Igualito que el foráneo, dichoso de celebrar semejante obra de la creación.
El fiordo en cuestión está ubicado en el suroeste de la isla Sur, en los terrenos del Parque Nacional Fiordland, el más grande y espectacular del país oceánico. Un verdadero jardín del Edén, verdísimo y aislado, de montañas extravagantes y alrededor de 700 especies vegetales exclusivas de la región. Para arribar al regalo, hace falta sortear unos 120 kilómetros desde Te Anau, la localidad más próxima. El compás de la naturaleza, colosal y sutil al unísono, es el que define la ruta.
Después, el número central. Milford Sound reposa en forma de valle suspendido sobre el mar de Tasmania. No hay olas ni viento, sino un mantel azul que a los costados, al frente y por todos lados, goza de la compañía de morros perfectos, con cimas coronadas de nieve. Hasta 1.500 metros de altura tienen los gigantes, tamaño que se duplica en el reflejo del agua.
El resto lo hace la neblina, paralizada en la superficie, magnífica en su accionar de cuento. El argentino dirá que el cuadro le recuerda a la Patagonia. El noruego, a sus propios fiordos, los más nórdicos del globo. El escocés, a algunos paisajes disfrutados antes por celtas y vikingos. Sí y no. Piopiotahi (tal como se conoce al lugar en la local lengua maorí), remite a otros tesoros, pero en rigor es único.
La danza de los delfines
De aquello da cuenta el viajero cuando se trepa al catamarán y sale a recorrer el cañón de suelo líquido. Derecha e izquierda lanzan muros y quebradas, bien vecinas al paseo, pletóricas de vegetación y cascadas que caen cerquita de uno, y de los que andan en kayak.
Así de generoso, el itinerario dura dos horas, adentrándose con rumbo oeste. No tanto como para llegar a las costas del océano, que descansan a 15 kilómetros de allí bañadas de pingüinos y focas. Aunque si lo suficiente para sentir el hálito marítimo, mezclarlo de montaña, y alucinar.
Sobre todo cuando en las adyacencias del barco empiezan a bailar los delfines. Prodigio natural, la danza se corporiza en nado veloz y cabriolas, pegados a la proa. La transparencia del hábitat, permite admirarlos a piacere, tan libres, tan felices. A bordo de la máquina, nadie exagera al decir que la experiencia quedará grabada para siempre. Los bichos siguen saltando, girando, gozando. Pareciera que secundaran la idea con movimientos de cabeza.
Menos cómodos que los pasajeros, pero todavía más bendecidos, algunos suertudos aterrizan en Milford Sound a través del Milford Track, una de las caminatas más célebres del planeta (no es casualidad que para realizarla haya que hacer una reserva con varios meses de anticipación, al estilo Camino del Inca oficial, por caso). Aventura que comienza rayana al lago Te Anau y en cuatro días de bosques, glaciares, picos blancos y más lagos, transita las alturas del Parque Nacional hasta desembocar en el fiordo.
A ellos y a los excursionistas de la barca los acompaña un guía y cantidad de espíritus maoríes. Aura de los primeros habitantes de esta tierra increíble y, ya se dijo al principio, maravillosa.