Poeta, guionista y fundador de “Llanto de Mudo”, Cortés falleció el pasado lunes de una insuficiencia renal en La Docta. Tenía 38 años y acababa de celebrar los 20 de la creación de su editorial, una de las más emblemáticas en la difusión de cómics y literatura independiente. Editó a varios escritores villamarienses
Estoy frente a tu cajón, Diegazo querido, y no me entra en la cabeza esta escena. Ha de ser porque la tapa está cerrada y no te veo, o porque al entrar me lo encontré a Lucas Tejerina, que según la última antología, estaba muerto. “Fue una joda mía para que se lo creyera la gilada”, me dijo. Y pienso si con la misma lógica no podrías aparecer vos ahora y decirnos a todos que “esto también es una joda para la gilada”, que no tenías pensado morirte ni a palos, que este encuentro era una “instalación” para seguir con los festejos de la editorial y “que nos caguemos de risa”, como te gustaba decir.
Pero caigo en la cuenta que ese tipo de chistes no es tu estilo, que nunca te gustaron las “instalaciones” (a mí tampoco) y que antes de inquietar a un amigo, serías capaz de sacarte un riñón o cortarte un brazo. Pero cuando vi los ojos de Pablo y Andrés partidos como caramelos de cristal bajo de las gomas del colectivo, entendí que no había instalación alguna. Y cuando me abracé con tu viejo y me dijo “¡Amigo!” y yo: “Lo abrazo ahora, don Cortés, porque después no voy a poder”, caí en la cuenta de que aquella “escena” era un velorio real; una verdad dura y fría como el mármol de la funeraria. Entonces, poniendo mi mano sobre la madera donde estaría la tuya, te dije “Chau, Diegazo, Niño Azul”... y me quebré como hacía años que no me quebraba, ridículo y solo, agarrándote la mano que no pudo asirte a esta vida. Luego alcé la cabeza y vi las flores alrededor “tus amigos”, “tus hermanos”. Y sentí que no te había traído nada, como cuando pasaba por la editorial con una seven o criollitos. Pensé en dejarte el Nuevo Testamento que siempre llevo en la mochila, pero pensé que no te iba a gustar, que hubieras preferido un libro de Bukowski o acaso un “Mort Cinder” para que la muerte no tuviera dominio.
Luego me senté y respiré hondo. Y entonces sentí una fabulosa tranquilidad interior; como si hubieras sido vos quien se sentaba al lado mío para abrazarme y algo se aflojó en mí. Una vez repuesto, me reuní con la manada en el salón y charlé con el Javi y el Guille Jofré, con el Martín Cristal y el Javier Mattio, con el Andrés Nievas y el Pablo Peisino, y hasta con el Edu Senac que me llamó de La Pampa. Y me encontré hablando de vos como hablan los borrachos o los locos a altas horas de la noche sobre alguien a quien quieren mucho. Me vi diciendo que fuiste una de las pocas personas que conocí en este mundo que sin ser religiosa, lo sabías todo acerca de la bondad. Y volví a acordarme de la tarde en que nos conocimos, hace más de 20 años ya. Vos tomabas una cerveza con el Gusty Peña en la ciudad universitaria y (con 18 años recién cumplidos) ya habías decidido dejar Filosofía para dedicarte a escribir.
Yo, por mi parte, que había dejado Letras, andaba con un libro de Dostoievski, más solo que Raskolnikov. El Gusty nos presentó: “El es escritor”, te había dicho a vos y luego me había dicho a mí. Y entonces me contaste de un poemario que estabas por sacar. También que hacías un taller con la Tere Andruetto, que tu viejo tenía una imprenta y que te gustaba Bukowski. Yo te había dicho que también tenía un librito por sacar, que nunca había ido a un taller, que me gustaban los novelistas rusos y que mi viejo estaba lejos. “Hagámoslo, entonces”, me dijiste. “¿A qué?”, te pregunté. “A tu libro, ¿a qué va ser? ¡Hagámoslo!”, me respondiste, como me responderías siempre. Pasaron cinco años cuando me decidí, y desde entonces me publicaste todo lo que te llevé, tanto lo horrible (esa inmensa mayoría) como lo poco que acaso sea “digno”. Luego te recordé en silencio esperando el 32 para irte a tu casa (con los auriculares pasando Nirvana o Radiohead) en alguna tarde del dos mil; o caminando con tu mochila por la Chacabuco de la que siempre sacabas un libro para dar o una revista de la editorial o un cómic... “¿Por qué labura tanto este pibe? Ni que fuera a morirse joven...”, me decía yo.
Y me pregunto si ya lo sabías por entonces, cabezón querido... Pero eso qué importa ahora... Lo que importa es que, del mismo modo que vos a mí, yo te daba mis libros a vos. Los cambiábamos como figuritas y jamás nos dedicábamos nada. “Eso es para los put...”, nos decíamos; “cagu... de risa”.
Jamás nos sacamos una foto juntos ni alardeamos de nuestra amistad; pero siempre me sentí secretamente unido a vos, sabiendo que estabas ahí, en el local o en el e-mail, en los proyectos de cada día. Y creo que a vos te pasaba lo mismo. Ultimamente nos veíamos poco y no hablábamos más que de literatura y fútbol. Vos de Boca y de Bukowski. Yo de Esenin y de San Lorenzo.
Pero la última vez que me regalaste un libro, te dije “dedicamelo, que nunca me dedicaste nada”. “¡Vos tampoco!”, me dijiste. No me acuerdo lo que te escribí esa tarde, pero tengo ante mí tus “Poemas” de 2012; así que leo en tu letra pequeña: “Iván, para vos esta poesía del joven Cortés. Pasó el tiempo y seguimos sin irnos a la B. Ja ja... Diego”. Pero ayer, cuando fui a Córdoba, no paré de pensar en esa frase tuya. Al principio creí que era solamente de fútbol, pero luego le encontré un costado fabuloso. Te sentí explicándome adentro de mi cabeza (desde ahora sólo así hablarás conmigo) que “no lo puse sólo por Boca, bol..., lo puse por vos y por mí; por todos los muchachos de esta editorial, por todos estos años en que hemos publicado lo nuestro sin transar con nadie, escribiendo bien o mal pero escribiendo para existir, no para ser famosos. Eso te quise decir; que por más que en el establishment de la poesía juguemos en la B; en el campeonato de la dignidad seguimos jugando en Primera”. Ojalá que así sea, mi viejo; ojalá que así haya sido...
Mientras te escribo estoy en casa, y casi como un acto reflejo repito sobre la tapa del escritorio el gesto de agarrarte la mano como ayer. Y vuelvo a decirte “Chau Diegazo, Niño Azul. Y gracias por todo lo que me diste, por tu bondad que atravesó mi vida, por aquella cerveza en la facultad de hace 20 años que aún no se terminó y porque no nos fuimos a la B todavía. Brindemos por eso, Diegazo querido. Y cagu... de risa, que ayer la muerte escribió su poema más estúpido.
Iván Wielikosielek