Hay montañas áridas, pero de laderas y suelo en tono verde furioso, gentileza de las viñas. Hay pueblitos de aroma pseudocolonial, en los que Gabriela Mistral dejó su legado elemental. Hay bodegas de pisco, la bebida nacional. Hay noches estrelladas y muy abiertas, y centros de observación astronómica para disfrutarlas. Hay cordillera, y a montones. Hay, pues, Valle del Elqui. Una región de enorme belleza que todavía no sabe de masas, aunque mucho de primores, los que en el norte de Chile muestra gustosa.
Se trata de un circuito de 50 kilómetros que debe su nombre al río Elqui, el cual desciende desde los andes para ir a morir a las costas del océano Pacífico, en las adyacencias de La Serena. En el medio, va desplegando un rosario de localidades que se hamacan en paisajes de ensueño, coronados por los viñedos. A lo largo del recorrido, es esa mixtura entre el marrón claro y color vegetación el que domina, el que convoca, el que de verdad enamora.
El paseo bien podría arrancar por Vicuña, justo donde el valle comienza a compartir bondades, unos 60 kilómetros al este de La Serena. El encantador municipio convida con lo tradicional del pago, de casas bajas y tejados, iglesia y plaza cubiertas de arboledas, Museo de Gabriela Mistral y ambiente criollo.
Más adelante aparece Rivadavia, donde el río Claro se junta con el Turbio, el terreno gana en altitud, y las panorámicas en espectacularidad. En este punto empiezan a brotar los tesoros de la zona, las quebradas mechadas de vid, el tan peculiar tándem. Sobre todo cuando el viajero escapa de la ruta nacional 41 (por la que venía, y que lleva al paso de Aguas Negras y a nuestra provincia de San Juan), y arremete por carretera alternativa.
En busca del pisco
Entonces, inicia la esencia del valle, los ya citados atributos que lo convierten en uno de los destinos más recomendados para el amante de pinturas montañosas. Se cierra a uno y otro lado el cañón, y las faldas arrojan el verde característico, muy prolijitos los sembrados de uva. Al embelesamiento lo interrumpe momentáneamente Pahiuano. En buena hora, porque el caserío resulta un caramelo de calles en adoquines y niños que van al colegio, tostadas las pieles, lo mismo que los ancianos con sombrero de “guaso” (el equivalente al gaucho argentino).
Después, Monte Grande potencia el carácter folclórico, añadiéndole el legado imborrable de Mistral. Emblema de las letras chilenas y latinoamericanas, la poetisa nació en Vicuña, pero fue aquí donde se sintió más viva. En el diminuto municipio descansan los restos mortales de la también educadora y Premio Nobel de Literatura (lo ganó en 1945), y una estatua suya frente a la iglesia y a los cerros. Al fondo, se adivina el sabor a desarraigo de comunas como Victoria, Horcón y Alcoguaz, a las que llegan rutas de tierra, gente humilde, paisajes de alturas y ostracismo, polvo y ningún turista.
Aunque antes de eso, habita lo más loado del circuito: Pisco Elqui. Una aldea entrañable donde todo lo contemplado durante el camino se potencia, y las casas son colonialísimas, las calles un subibaja, las vistas de cordillera una maravilla y las bodegas de pisco (un trago áspero de 40 grados alcohólicos), la explicación a cada una de las viñas del trayecto. A 1.300 metros de altura, 110 kilómetros del Pacífico y 1.100 de Villa María, el esplendor del Valle del Elqui alcanza su zénit.